viernes, 13 de abril de 2007

Acordes del Mediterráneo

Autora: Mª Ángeles Sánchez Herreros, España
Segundo Premio,
I edición,
Categoría A (12-16 años)

Ayer todavía no habíamos llegado. Hoy hemos visto la tierra existente más allá de nuestros intereses. El mundo parece un reloj de arena, continuamente debemos voltearlo para mantenerlo en marcha y por suerte o por desgracia formamos parte de ese reloj vital. Mañana, no sabemos si este mundo seguirá dando vueltas, depende de nosotros, mañana podremos abrir o cerrar las fronteras. A veces, el futruo resulta indiferente, en cierto modo, conviene dar la espalda, pero algunos granos de arena necesitan de tu ayuda para no caer al vacío.
Movimientos secos con acordes de tristeza, invadía su ser aquella canción de Celtas Cortos, "un dios maldijo la vida del inmigrante, será mal visto por la gente en todas partes y la justicia te maltratará sin piedad", la frialdad del viento reproducía estas palabras que nunca hubiera deseado escuchar en la emisora española. No suponía nada nuevo, ya le habían hablado del espeso manto de mentiras que cubre el continente del dinero, las oportunidades y el futuro, Europa. De todos modos, le parecía imposible vivir peor que en su país, también era inalcanzable volver a nado a su pueblo argelino a esas alturas del viaje. Decidida, luego insegura porque quizás aquel himno del inmigrante resumía con brevedad la historia de su principio y su final en España, si acaso conseguía cruzar el estrecho, sólo por ellos. Aunque dudaba, ¿prefería ver cómo su familia lloraba en la pobreza o luchar? Una lucha que podía arastrarla al fracaso o incluso a su propio fin en aguas de ninguna parte y en compañía del Mediterráneo. Otra vez demasiado tarde, la lancha cruzaba el fino hilo entre la miseria, al otro lado la ansiada felicidad.
Silencia, más silencio por miedo a ser descubiertos, ¿has dicho silencio?, no emitas sonido en esas condiciones y en una noche de febrero solitaria con la luna arriba y los focos del muelle sobre tus ojos. Se acercaban uno tras otro e iban saliendo con sigilo. Le tocaba el turno de pisar el suelo español. Después de tanta incertidumbre comprobaba la tranquilidad del paso al otro lado mientras se dirigían en grupo hacia la ciudad, hasta empezar la locura de las sirenas, el disparo de las luces rojas que iluminaban la plataforma y los malditos policías.
Corrió dejando la vida en ello. Si no lo hubiese hecho la perdería realmente. Atrás el tiempo de pensamientos metafóricos; había llegado la hora de la batalla contra el exterior para ganarse la supervivencia. Las circunstancias no admitían llanto, rechazaban a los cobardes. Así, algunos no saltaron la valla de salida. Ellos erían el tema del día en las tertulias radiofónicas, el titular de las noticias y la portada del periódico. Los otros eran los héroes de la aventura y, ante todo, los nuevos inmigrantes.
...
...
...
Comienzan a andar deprisa. Ese hombre conoce bien el camino. Va hacia un sitio fijo; a lo mejor se dirigen a un centro de acogida para inmigrantes. Durante el trayecto, entre la gran arboleda de la zon periférica, se plantea el hecho de haberse dejado conducir por ese hombre tan misterioso, aunque es absurdo esconder su miedo cuando las lágrimas han empezado a mojar el suelo de aquel parque tan concurrido... Correr, se da cuenta del aire inadmisible que mueve aquellos árboles. Ante todo, pese a las insitencias, no está dispuesta a caer en esas malas tierras. De nuevo consigue huir. Se pregunta en cuantas ocasiones deberá escapar. Las cosas no pueden girar alrededor de ella sin tenerla en consideración. Ya está harta de ir hacia ninguna parte, sí, hacia otro lugar que acabará llevándola a al huida constantemente. Debe empezar por aclarar sus ideas. Se pregunta a sí misma:

- ¿Dónde estás?
- He perdido hasta el alma.
- ¿Qué estás buscando?
- Ayuda, una luz irradiadora de esperanza.

martes, 13 de marzo de 2007

Con el derrumbe

AUTOR: Alfredo Núñez Lanz, México
Primer Premio,
IV edición,
categoría B (17-22 años)

Aquí hasta los aullidos se huelen. A distancia, detrás del monte. Se respiran y se oyen. Los trae el aire. A veces destajan piedras. Y caen. La tierra tiembla del puro golpe. Y Dios sabe lo que suceda cuando caiga alguna sobre la cabeza. Por eso las mujeres lavan sin chorros. No hay gallinas. Ni perros. Hasta las crías nacen sin gritos. Por el peligro. Evitar riesgos. Por eso se habla tan quedo. En susurros. En bostezos.
Ya no hablamos porque se nos desgaja el cerro. No hablamos por miedo. Nos apretamos al aire de la sierra porque el cielo verdadero está después del río. Aquí las nubes nos engañan con suspiros de lluvia. Cuando llegan esperamos a que traigan las aguas. Se escucha un zumbar de tormenta. Y nada. Pura llovizna quieta que mancha las ventanas. Pura lluvia menuda de gotas tan flacas que se atoran en cualquier cosa. Hasta los alaridos del aire nos mienten. Todo el viento de fronda que promete soplarnos las molleras pero no orea ni a los pocos yutes. Se queda entumido en el cerro a revolver nubes. Se queda tan arriba, tan alto que no llega a llevarse tanta alma de tanta gente muerta.
Aquí la gente se seca. Vienen a morirse. Y se mueren. Antes del peñasco está el panteón. Es grande. Los suficiente para guardarnos a todos. En las tumbas al ras. Los hoyos no son largos por tanta piedra dura. Cuesta mucho escarbar y la gente se queda en la llaneza del suelo. A descansar. Cerca de los suyos. Porque aquí se retuerce el tiempo entre tanta tumba. Y la gente se queda. Perpetua.
No hablamos porque las palabras aquí no suenan. Se sienten como en los sueños, rebulléndose por dentro hasta que las oyes remoliendo el silencio. Así nos entendemos los que quedamos. O hablamos quedo cuando rezamos nuestros credos. Para esperar. Porque allá arriba tras las nubes mentirosas hay canciones y coros. A nosotros nos llegan aullidos y retazos de cielo. Alcanzaremos gracia cuando la tierra ya no aguante tanto surco. Y las piedras caiga. Y se desgarre el monte.